jueves, 28 de agosto de 2008

II (Cuentos del balcón)

Esa madrugada ella tiñó de sudor su cuerpo. El sol la despertó brillándole la piel con ese amanecer y recostada mientras abría los ojos se percató de lo rojo que estaba el cielo a través de su ventana, se percató también de la soledad de las sábanas que cobijaban el pecho desnudo con el que se había quedado; palpitante y extenuado, esa noche hizo lo que nunca había hecho antes: amó hasta el cansancio, hasta la asfixia, hasta el sopor insoportable de los que lo tacharían de inmoral.
No era la primera vez que dormía en compañía, sin embargo sería la primera vez que la compañía se volviese fugazmente eterna. Que la piel que rozaba su piel fuera bélicamente dulce y necesario el reencuentro de la misma. Se allanó de la pasión embriagante que cualquiera gozaría y de las que muchos presumirían inalcanzable, pero ella lo logró.
El secreto que su corazón guardaría como puro y que su cuerpo atizaría evidente al caminar dando a cada paso, la complicidad de los dedos que viajaron más allá de lo descubierto, a un lugar que era hasta entonces inexistente. Disfrutó y vivió la vulgaridad por la que cualquiera pagaría sin precio alguno y su voluntad intacta y su integridad realzada y la vergüenza guardada hasta el fondo del cajón, intocable.
Y seguía tendida con el sentimiento desbordando y ya cuando el sol estaba en el centro de la tierra, una parpadeada y mirada de reojo reafirmó lo que venía amenazando en silencio: la soledad de las sábanas no guardaban ni el calor de lo que otro cuerpo pudo brindarle.

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